jueves, 19 de junio de 2008

El polizonte de almas II

"Aceites Ru-ru-ru... Rufiendo, ¡y haga sus milanesas durmiendo!" decía la voz de una locutora vendiendo un aceite.

Luego, se escuchaba una suave melodía de un bandoneón y un cantante daba cuentas del regreso a la casa de sus padres luego de un amor perdido.

El anciano se había quedado de pie dentro del local, debajo de la campanilla que daba sus últimos tintineos. Miraba a través de uno de los vidrios empañados de la puerta como los automóviles pasaban lentamente por las calles, haciendo pequeñas olas que llegaban hasta la puerta de la panadería y golpeaban en la pequeña compuerta con la que estaba protegido el acceso al local.

-¡Qué aguacero...! ¿No? –preguntó un hombre cuarentón y calvo que parecía salir desde la cuadra de la panadería a reacomodar las estanterías que servían de muestrario para la mercadería.

-Si es verdad... –respondió el viejo-, no recuerdo un aguacero parecido desde... El anciano miró de reojo al extraño y enseguida acalló sus palabras.

El hombre calvo lo miró sonriendo, extrajo de su delantal una cajetilla de Gold Leaf y encendió un cigarrillo convidando uno al viejo que estaba apoyado sobre el grueso marco de madera de la puerta.

-Gracias –fue lo único que dijo el anciano tomando el cigarrillo entre sus dedos-.

-¿Qué aguacero ehh...? –preguntó nuevamente el panadero calvo mirando hacia la avenida-, yo también sé algo de ése día... señor.

El anciano no volteó ni respondió, solamente siguió mirando la lluvia que caía.

-Si... sé de que habla, pero no crea en todo lo que escucha –continuó diciendo el hombre despidiendo una bocanada de humo-, todo es una leyenda urbana, folklore que le dicen... y usted sabe bien que Ituzaingó tiene mucho de eso.

El anciano miró al hombre que pitaba su cigarrillo rápidamente, mientras que jugaba con la cajetilla en sus manos sudorosas.

-¿Cuántos años tienes hijo? –preguntó el anciano mirando al hombre.

El panadero calvo parecía no sobrepasar los cuarenta años de edad, no era alto, pero parecía estar cortado de un árbol macizo, tal vez de un palo borracho u otro árbol de grueso tronco, pues sus brazos y su cuello le daban una impresión de alto poderío, muy parecido al que tenía Popeye después de comer su salvadora lata de espinaca.

-Treinta y seis años abuelo... el 20 de Julio cumplo los treinta y siete –respondió el hombre con una sonrisa-.

-¡Ahhh...! ¡Muy buena edad! –exclamó el anciano.

-¿Y usted... que edad tiene? –preguntó el hombre.

-Ochenta y dos... casi ochenta y tres, mañana es mi cumpleaños –dijo el anciano.

-¿Mañana... el 2 de Julio? –preguntó el hombre, nuevamente pitando su cigarrillo-.

-Si... así es hijo.

-¿Trajo a su nieto a pasear un poco? –preguntó el panadero-, mientras que miraba al pequeño que se entretenía acariciando a un gato gordo y medio zonzo que estaba panza arriba.

-Sí, así es... no lo veo seguido, porque mi hijo vive en España y viene de vez en cuando –respondió el anciano-.

-¿En España...? –preguntó el panadero casi con el mismo asombro como si le hubieran dicho que alguien vivía en Júpiter.

-Sí, mi hijo tiene una empresa en Tarragona, pero vive en Valencia –respondió el anciano-, tal vez, algún día yo también me vaya con él –agregó.

-¡Mire usted que bien! –dijo el panadero.
Jesús Alejandro Godoy

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