martes, 18 de marzo de 2008

Advenimiento III

El cruce
¿Dónde van esos sueños que nunca se cumplen?
¿Dónde van esos momentos que añoramos, pero que indefectiblemente los vemos tan lejanos y que jamás viviremos?
¿Dónde van las plegarias al Buen Dios, que nunca fueron respondidas?
¿Dónde van las promesas incumplidas?
Samir salió de la iglesia, caminando como si estuviera herido de muerte.
Su paso era lento y complicado, parecía un anciano atacado por una fuerte enfermedad.
Sus caídas dentro de la iglesia, instantes antes, habían sido lo bastante violentos como para dejarlo convaleciente, pero él, siguió caminando muy despacio.
El gran reloj emplazado en una de las esquinas, marcó exactamente las diez de la noche.
Las calles estaban desiertas, salvo por algunos gatos que afinaban sus cuerdas vocales, y otros, los más afortunados, que se emparejaban con las gatas que instantes antes trataban de seducir.
El joven dio un paso en falso, y se tomó fuertemente de un poste haciendo tambalear la luz de neón varios metros arriba.
Involuntariamente su rodilla lastimada golpeó contra el poste haciendo un ruido sonoro, parecido a un campaneo apagado y vago.
Su gesto de dolor fue más que instantáneo.
Era tanto el dolor que sentía, que sus lágrimas saltaron de sus ojos como si fuera uno de esos trucos que usan los payasos, cuando los golpean con uno de esos mazos de goma.
Un pequeño hilo de baba cayó por la comisura de sus labios.
"Si intento sentarme, jamás me levantaré" pensó.
La plaza de Ituzaingó estaba desierta, ni siquiera estaban las parejas habituales que se prometían amor eterno, o las que se besaban por primera vez.
Por el cielo, corrían grandes nubes grises, que eran iluminadas de vez en cuando por una inmensa luna llena.
Trató de dar un paso más, pero el dolor era impresionante.
Se miró un segundo la rodilla, ésta, estaba hinchada como un pequeño globo, y se había tomado en un color rojo grisáceo.
Samir alzó la vista, y vio que cruzando la calle, podía sentarse en uno de los bancos de cemento de la plaza.
Seguramente sería como bailar sobre brazas incandescentes.
Estaba abrazado al poste, como si éste fuera la mujer de sus sueños.
Estaba reacio a soltarse, pero sabía que tendría que empezar con ese movimiento, si quería llegar al otro lado de la calle.
Trató de imaginarse caminando paso a paso, y llegando al banco de la plaza como si fuera un atleta.
En ese momento deseó tener alas, no para surcar los cielos como un halcón; sino, para que ellas levantaran su cuerpo, aunque sea varios centímetros del suelo y no tener que dar esos pasos que eran casi como una tortura.
Una pequeña ventisca movió su cabello azabache, y deslizó un par de lágrimas por su rostro.
Sus manos estaban temblorosas.
La temperatura de su cuerpo aún se mantenía estable, pero parecía como si el viento lo hubiera mirado directamente a los ojos y le hubiese planteado un desafío; porque en ese momento la ventisca se transformó en un viento más potente.
Una de sus manos soltó lentamente el poste, mientras que algunas pequeñas hojas de los árboles circundantes, rodaban por el asfalto.
El viento amainó un poco.
Su otra mano se soltó vacilante del poste, y quedó de pie unos instantes como si estuviera haciendo equilibrio sobre un cable a varios metros de altura.
Dio un paso y se tambaleó.
En ese momento un relámpago iluminó todo el cielo como si fuera un reflector gigante, y un enorme trueno lo siguió como si el mazo de Thor golpeara la tierra.
Samir dio otro paso pero no pudo mantenerse. Su cuerpo osciló como un péndulo.
La tempestad llegó.
Una pared enorme de viento, golpeó de lleno al muchacho. Samir se agarró fuertemente otra vez del poste. Hasta éste bailaba con el viento, y por ende, hacía que su cuerpo se moviera como si fuera una extensión del delgado caño.
Samir alzó la vista.
―Señor, aunque me lo impidas, cruzaré igual ―dijo.
Ya que él sentía que Dios, se ocupaba individualmente de complicar sus planes.
Samir, no había alcanzado de arreglar los sentimientos que venían intermitentemente a su tortuoso corazón, cuando, las primeras gotas de lluvia cayeron en el asfalto.
Ajeno a lo que sucedía levantó su mano, y con sus dedos atrapó algunas frías gotas de llovizna; luego contó los pasos que tendría que dar para cruzar la calle y llegar al banco de la plaza.
―Uno, dos, tres... -contó.
Contó los pasos dos veces más, y ahora estaba más que seguro: eran veinte pasos en total.
―No es demasiado ―se dijo a sí mismo.
El viento sopló una vez más, como advirtiendo que estaría ahí cuando Samir tratara de cruzar la calle y buscar apoyo en el banco de la plaza.
Se soltó nuevamente del poste.
En ese momento una cortina de agua cayó sobre él. Eso, le hizo recordar al hombre sin suerte, ése que es perseguido por una nube negra y relampagueante, y ésta va donde el hombre va, y lo moja solamente a él.
Por un momento rió, pero su risa no era de satisfacción, era más bien de frustración.
―¡Adonde estás cuando te necesito! ―gritó mirando al negro cielo―.
―¿No era, que me darías una oportunidad? ―gritó nuevamente alzando sus dos manos
―¿Dónde van mis plegarias...? Mis oraciones, mis plegarias, todo lo que te pido... ¿Adonde va...? -gritó y quedó en suspenso, tambaleándose a merced del viento y de la lluvia-.
―Señor... ¿Por qué no me escuchas? ―dijo mirando al cielo, con una profunda tristeza.
Sin darse cuenta, se había alejado del poste, pero no lo suficiente. Estiró su brazo, y vio que aún podía tomarse de él, por si acaso.
Pero... había dado solamente cinco pasos...
Retrocedió en sus pasos, y vio que daba pasos cortos, pasos convalecientes, pasos de una persona enferma.
Lo embargó una profunda tristeza nuevamente.
Se tomó del poste una vez más, y contó con sus dedos la cantidad de pasos.
Esta vez, estaba seguro que para llegar a su asiento, tendría que dar el doble de pasos, o sea cuarenta.
―¡Por Dios...! ja, ja, ja, ja, ja... ―rió con amargura―.
Se secó un poco su rostro con la manga de su camisa, pero ya estaba casi todo empapado, no importaba.
―¿Dios...? ¿Que hay que tener en el alma, en el corazón, para ganar en esta vida?, ―pregunto a los cielos.
En ese momento un relámpago cruzó el cielo como una serpiente blanca, y un trueno menos sonoro que el anterior, se dejó escuchar.
―Señor... ¿Dónde van mis sueños, eso que jamás se cumplieron, y esos que jamás se cumplirán? ―preguntó Samir mirando al cielo mientras que las gotas de lluvia rebotaban en sus párpados cansados.
―Señor, sé que no soy del todo valiente para afrontar mis retos, pues cada día tengo miedo. Tengo miedo de perder, tengo miedo de fracasar, tengo miedo de no poder llegar... a ningún lado ―dijo.
Se colocó paralelo al poste como si fuese su sombra, y con una mano se empujó hacia delante. El agua corría por las cunetas de la calle, como si fueran los rápidos de Mendoza, pero en miniatura. Restos pequeños de basura, bailaban con el agua y se perdían a lo lejos.
Su camisa, su bermuda de jean y su ropa interior, ya habían absorbido toda el agua que cabía. Se sintió pesado, como si la carga que lo hizo caer dentro de la iglesia, hiciera su presencia nuevamente.
Sus piernas tambalearon. No quería caer nuevamente, porque estaba más que seguro, que se caería al lado del cordón de la calle y que jamás se levantaría.
El agua de lluvia, había aliviado un poco el dolor de su rodilla, pero ésta, le latía como si tuviera un pequeño corazón dentro.
Samir dio un paso más hacia su meta.
Pero en un momento, su imaginación le jugó una mala pasada.
Se vio a sí mismo cayendo en la mitad de la calle, mientras que un automóvil, conducido por un hombre ebrio, le pasaba por encima y huía a toda velocidad.
Su miedo fue perturbador.
Miró hacia atrás.
El poste ya no estaba a su alcance.
Estaba perdido...
―¿Señor Dios...? Ayúdame por favor ―dijo.
Pero sus sentimientos eran encontrados. Era como una charla entre un padre, y su hijo adolescente.
Samir sabía que el Dios estaba de su lado, pero a la vez, descargaba su ira en Él, por sus continuas idas y vueltas, por sus sueños incumplidos, por sus añoranzas que fueron asesinadas antes de llegar a destino, por sus plegarias jamás escuchadas...
Su alma y su corazón estallaron en un enojo inusitado, su ira cubrió su pensamiento y se enardeció febrilmente.
―¿Diosssss...? ¿Porqué me haces esto? ―gritó Samir a los cielos con toda la fuerza de su voz―.
Dio un paso más.
―Señor, ¿Será que todo lo que vale la pena en la vida es tan difícil de conseguir?. ¿O será, que cada uno lucha por lo quiere y la suerte, la divina y sensual suerte, viene en su ayuda en el momento que la necesita?
―Pero no creo en la suerte, no creo que pueda quedarme sentado a esperar que la suerte me acompañe, porque Tú, sabes mejor que yo, que la suerte es producto de los caminos que seguimos y las decisiones que tomamos―.
―Tú sabes mejor que yo, que la suerte la obtienes, cuando nuestra mente está dispuesta a ganar, cuando nuestros labios sólo hablan de vencer, cuando nuestra mente pasa al umbral de la sabiduría―.
―Pero Señor... ¿Qué es lo que hago mal?
―No lo sé... Aún no lo sé, estoy perdido en mis emociones, y mis pensamientos que a veces creo que son claros, son meras cavilaciones de mis sentimientos―.
―Señor, ¿Cómo puedo llegar a tener éxito...? si mis sueños se pierden en la nada, mis oraciones no son escuchadas, y mis plegarias se mueren en el tiempo―.
-¿Cómo tengo que hacer para que me escuches para llegar a Ti, para que yo sepa que estás conmigo...?, No lo sé.
Un gran trueno hizo retumbar el suelo que Samir pisaba, a los lejos, se dejó ver un rayo que caía cercano a la estación de trenes de Ituzaingó.
―Señor, sé que no soy más que un hombre, un simple hombre, aún un muchacho, pero mi vida, mis sueños, mis anhelos necesitan de tus respuestas―.
―Señor, ¿Cómo puedo hacer realidad mis sueños...?
―Señor, ¿Dónde quedaron esas palabras: Pide y se te dará, Golpea y se te abrirá...? ¿Cuál es el secreto de pedir y de golpear las puertas correctas?
―¿Cómo puedo obtener sabiduría, ganar, y tener éxito?. Pero Señor, no pido dinero, ni posesiones materiales de ningún tipo, solamente pido una señal, una soga, una mano, una palabra, no más que eso, solamente eso.
―Dios, estoy buscando mi camino, estoy buscando mi poder interno, estoy buscando mi gloria. Enséñame a ganar con honor, enséñame a hablar con sabiduría, enséñame a combatir mis miedos, para alcanzar la victoria. Señor, no quiero sueños de grandeza, no quiero sentirme, ni ser todopoderoso, no quiero vivir de sueños, no quiero vivir de quimeras; Señor, solamente deseo saber, donde van mis sueños, esos sueños que jamás se cumplieron, esas plegarias que jamás fueron escuchadas.
Señor, ¿Soy yo el que no puedo?... ¿O eres Tú el que no me atiendes?
―¿Soy yo el que me pierdo en mis pensamientos y deseos, dejando de lado lo importante?, ¿O eres Tú, que me guías con tus manos para encontrar mi mejor camino y llegar al éxito?
―¿Por qué dicen que todo lo que pasa, pasa por algo...? ¿Porqué dicen que no hay mal, que por bien no venga?
―Dios ¿A todo esto que pasa...? ¿Lo elijo yo, o es puesto en mi camino para cumplir mi destino?
―Señor, sé que todo lo que vale la pena tener en la vida, es posible de conseguir, ¿Pero porqué extraña razón es tan difícil llegar a tenerlas?
―¿Porqué hay personas que luchan casi toda su vida por obtener algo, y nunca lo consiguen?, ¿Porqué hay algunos sueños que jamás se cumplirán, tantos anhelos y esperanzas que jamás se cumplirán?
―Señor, ¿Por qué se le quitará al que tiene menos y se le dará al que más tiene?. "Estoy más que seguro que no estabas hablando de posesiones materiales", pensó.
―Señor Mío, tengo fe, tengo mucha fe, pero no puedo asimilar tantas pérdidas... ¿O será que tengo que luchar siempre?
―Dios, no quiero regalos del cielo, pero tampoco quiero luchar con las olas de la vida incesantemente. Quiero ganar, quiero llegar a tener éxito―.
―Señor, ahora, en este mismo instante, imagino que estoy caminado con mis ángeles, para no caer. Ellos me cuidan, y me sostienen, pero sé que estoy solo. Porque sé que mi Fe está en mi mente, y en mi corazón, pero sé también, que no puede crear otra cosa que sueños, que tal vez se cumplan, o tal vez no.
―Señor, quiero ser un ganador, quiero aprender a tener éxito en la vida, quiero destrozar mis miedos, quiero salir al mundo y dominar mis sentimientos y ser un buen hombre―.
―Alejarme de las personas y las palabras necias, alejarme de los que dicen que no se puede y que jamás se podrá. Alejarme de los que dicen que hay que ser asustadizo y que hay que temerte para seguir tu camino―.
―Señor, no te temo, porque sé que Tú, estás dirigiendo mis pasos, y eres mi guía, no puedo temerte, pero te respeto y creo en la fuerza espiritual que me mueve a seguir―.
Un potente trueno, distrajo a Samir, y cayó en la cuenta que estaba a sólo dos pasos del banco de la plaza.
Un automóvil pasó lentamente, por la calle, donde una niña sentada en el asiento trasero y jugando con las gotas de agua a través de la ventanilla, miró al muchacho detenido al borde del banco.
Las miradas de Samir y la niña se encontraron un segundo, pero fue lo suficiente, como para que la pequeña levantara su pequeña manito y lo saludara alegremente.
Samir levantó su mano y devolvió el saludo, atravesado por una tristeza que le embargaba el alma; y vio, como el automóvil se alejaba lentamente.
En un momento deseó estar en el cálido interior del automóvil, aunque sea por un instante, para cobijarse y no tener tanto frío.
Se dejó caer sobre el duro banco.
Involuntariamente, golpeó con uno de sus manos el borde de su asiento, haciendo que sus nudillos sangraran, pero en menos de un segundo, el agua de lluvia dejó ver el pequeño raspón limpio.
Las yemas de sus dedos estaban rugosas, parecían papiros viejos y extremadamente blancos.
Palpó levemente su rostro.
Un gran árbol, lo cubría un poco del aguacero. Dobló un poco su pierna lastimada. Su bermuda, fabricada rudimentariamente con un jean cortado, pesaba el doble, y su camisa estaba completamente pegada a su cuerpo.
Cerró los ojos, y levantó la vista una vez más.
―Dios Santo... ¿Dónde van mis sueños...? Tal vez, aún están en mí corazón, esperando que los cumpla―.
―Quizá, Tú estás esperando que los cumpla, tal vez por eso, aún siento que tengo que luchar ―dijo―, y se quedó mirando un solitario carrusel, cubierto con una lona color verde.
El viento sopló una vez más, las nubes se fueron lentamente, la luna reapareció, junto a una estrella.
―Señora luna, señora estrella ―dijo Samir mirando a lo alto―. Y se quedó pensando algo, en silencio... en su asiento―.
No muy lejos de ahí, una familia se disponía a descansar. Los padres abrazaron, y saludaron a su hija; luego, colocaron levemente a su hijo en la cama, que estaba completamente dormido.
Los arroparon y les dieron las buenas noches.
―¿Qué tienes ahí Chiara? ―le preguntó su madre.
―Dibujé al señor que estaba sentado bajo la lluvia ―dijo la niña sonriente
―¿Puedo ver? ―preguntó el padre tomando el papel-. Pero aquí, dibujaste tres señores ―dijo nuevamente el hombre sonriente-.
―Si papi, pero lo que pasa, es que los otros dos señores, esos que tienen las alas extendidas, eran ángeles, que lo estaban ayudando al señor a sentarse en el banco de la plaza ―dijo la niña con un gesto dulce―.
Los padres la miraron con cariño.
―Buenas noches dulce ―dijo la madre, y seguidamente, besó a su hijo Nicolás, que se removió en la cama, balbuceando algo.
―Buenas noches mi reina Kiky ―dijo el padre, guiñándole un ojo―.
―Buenas noches ―dijo la niña.
Dejaron el dibujo sobre una pequeña repisa, apagaron la luz de la habitación y cerrando la puerta suavemente.
Jesús Alejandro Godoy

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