Cerca de un arroyo de aguas frescas, había un pequeño bosque. Los árboles eran muy variados, con muchas flores y perfumes, y que de tanto esfuerzo que hacían por ser bellos, quedaban muy débiles y tenían poca fuerza para echar raíces. En cambio un laurel dijo: -Yo, mejor, voy a invertir mi savia en tener una buena raíz: así creceré y podré dar mis hojas a todos los que me necesiten. Los otros árboles estaban muy orgullosos de ser bellos; ¡en ningún lado había tantos colores y perfumes! y no dejaban de admirarse y de hablar de los encantos de unos y otros, y así, pasaban todo el tiempo, mirándose y riéndose de los demás. El laurel sufría a cada instante esas burlas. Los otros se reían de él, señoreando sus flores y perfumes y meneando el abundante follaje le decían. -Laurel...., ¿para qué quieres tanta raíz? Míranos, a nosotros, todos nos alaban aunque tengamos poca raíz tenemos mucha belleza. Deja de pensar en ser útil a los demás. !Preocúpate de ti!". Pero el laurel estaba convencido de lo contrario; necesitaba una fuerte raíz para dar abundantes hojas. Un buen día, vino una gran tormenta, y sacudió, sopló sobre el bosque. Los árboles más grandes, que tenían un ramaje inmenso se vieron tan fuertemente golpeados, que por más que gritaban no pudieron evitar que el viento los volteara. En cambio el pequeño laurel, como tenía pocas ramas y mucha raíz, apenas si perdió unas cuantas hojas. Entonces todos comprendieron que los que nos mantiene firmes en los momentos difíciles no son las apariencias, sino lo que está oculto en las raíces, dentro de tu corazón... allí... en tu alma.
Giovana Ruiz
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