Cada mañana al despertar, aún sin abrir los ojos, se le desperezaba el alma.
Al estirar las piernas y los brazos, recordaba que la cama que un día fué estrecha para dos, ahora era tan amplia como su soledad. Cada día el mismo pensamiento hasta que lo detenía. Con un enérgico gesto retiraba el edredón que la abrazaba en la noche. Entonces disciplinaba sus ideas. Guapa, cada día un poco más. El tiempo justo, apenas tiempo de un zumo. La ducha caliente, entregada. Un retoque de carmín, el pelo alborotado a pesar de ser tan corto, un buen tacón para andar despacio, como si no tuviera prisa. Y al garaje, apretando el acelerador para encontrar un buen sitio y llegar, ¿antes, al mismo tiempo, después?, ¡qué importaba!, el corazón se le salía por la boca, sus mejillas se encendían, sus ojos...brillaban. No obstante no corría, iba lenta, para deleitarse en la llegada. Finalmente las puertas automáticas del bar se abrían cuando la detectaban, y entonces levantaba la vista, mirada al frente, ¿estaba, vendría?.
En las ocasiones en que la esperaba, ella creía descubrir un brillo ansioso en sus oscuros y aceitunados ojos. Cuando era el vacio a quién encontraba, se obligaba a no mirar tanto la puerta. ¿La buscaba al entrar en esas ocasiones?, sí, sin duda alguna. Tenía que ser así, ¿por qué otra razón iba si no a galopar su pecho?.
¡buenos días!¡buenos días!, ¡Ramón, dos cortados!, ´¿qué tal hoy?, bien, mejor. Solía engañarlo, pues sus días salvo ese intervalo de quince minutos con él, eran sombríos y apagados, nostálgicos de aceituna, pero nunca le traería tristeza con el café. El debía pensar en ella siempre con luz en la cara. -yo pago, no yo, por favor, siempre igual.Caminaban unos cien metros, doblaban la esquina, él compraba su periódico y la despedía, -!qué pases un buen día!, ¡vale! y tú igual!. Luego se iba, su espalda solo la imaginaba, no podía verlo marchar.
Pensar en que cada noche, él dormía en una cama para dos, le dolía tanto!. Encendía un cigarrillo, aspiraba el humo hasta el fondo de sus pulmones, para calmar el galope innecesario, y tras envenenar su cuerpo pensaba en las horas que quedaban para volver a desperezar su alma, como cada día.
Al estirar las piernas y los brazos, recordaba que la cama que un día fué estrecha para dos, ahora era tan amplia como su soledad. Cada día el mismo pensamiento hasta que lo detenía. Con un enérgico gesto retiraba el edredón que la abrazaba en la noche. Entonces disciplinaba sus ideas. Guapa, cada día un poco más. El tiempo justo, apenas tiempo de un zumo. La ducha caliente, entregada. Un retoque de carmín, el pelo alborotado a pesar de ser tan corto, un buen tacón para andar despacio, como si no tuviera prisa. Y al garaje, apretando el acelerador para encontrar un buen sitio y llegar, ¿antes, al mismo tiempo, después?, ¡qué importaba!, el corazón se le salía por la boca, sus mejillas se encendían, sus ojos...brillaban. No obstante no corría, iba lenta, para deleitarse en la llegada. Finalmente las puertas automáticas del bar se abrían cuando la detectaban, y entonces levantaba la vista, mirada al frente, ¿estaba, vendría?.
En las ocasiones en que la esperaba, ella creía descubrir un brillo ansioso en sus oscuros y aceitunados ojos. Cuando era el vacio a quién encontraba, se obligaba a no mirar tanto la puerta. ¿La buscaba al entrar en esas ocasiones?, sí, sin duda alguna. Tenía que ser así, ¿por qué otra razón iba si no a galopar su pecho?.
¡buenos días!¡buenos días!, ¡Ramón, dos cortados!, ´¿qué tal hoy?, bien, mejor. Solía engañarlo, pues sus días salvo ese intervalo de quince minutos con él, eran sombríos y apagados, nostálgicos de aceituna, pero nunca le traería tristeza con el café. El debía pensar en ella siempre con luz en la cara. -yo pago, no yo, por favor, siempre igual.Caminaban unos cien metros, doblaban la esquina, él compraba su periódico y la despedía, -!qué pases un buen día!, ¡vale! y tú igual!. Luego se iba, su espalda solo la imaginaba, no podía verlo marchar.
Pensar en que cada noche, él dormía en una cama para dos, le dolía tanto!. Encendía un cigarrillo, aspiraba el humo hasta el fondo de sus pulmones, para calmar el galope innecesario, y tras envenenar su cuerpo pensaba en las horas que quedaban para volver a desperezar su alma, como cada día.
María Mar
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