El escritor Christopher D'Antonio caminaba deprimido por un paseo del East River, en la ciudad de Nueva York. En realidad, su depresión había alcanzado tal intensidad que planeaba suicidarse aquella misma tarde.
Su impresión era que la actividad de escritor -a la cual venía dedicándose desde hacía décadas- no tenía ningún valor real, y no importaba gran cosa. ¿Qué había aportado él en concreto para la humanidad? Su trabajo no había transformado el mundo, como él soñó una vez.
D'Antonio resolvió pasar del pensamiento a la acción. Subió al enrejado que separa el paseo peatonal de las aguas del East River y allí permaneció, con los ojos fijos en el agua oscura, procurando reunir valor para su último acto.
De repente una voz femenina, llena de alegría y entusiasmo, lo interrumpió.
-Disculpe. ¿Usted no es el escritor D'Antonio?
Él, con indiferencia, asintió con la cabeza.
-Espero no molestarlo -dijo la joven. -Tal vez estoy interrumpiendo un momento importante de reflexión.
-Así es. ¿Qué es lo que quiere?
-No le haré perder tiempo, pues sé que tiene muchas cosas importantes para hacer. Pero es que simplemente necesitaba decirle lo importantes que han sido sus libros para mi vida. Me ayudaron de una forma increíble, y sólo quería agradecérselo.
D'Antonio descendió los escalones, apretó la mano de la joven y con sus ojos fijos en los de ella, respondió:
-Ahora tengo que regresar a casa; realmente aún tengo mucho que hacer, y no puedo quedarme por más tiempo. Pero, en verdad, soy yo quien le da las gracias.
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