Y soy un sapo encantado – les avisaba Jacinto a quienes lo burlaban. Desde chiquito, sólo le habían contado un cuento, el del “Principe Encantado”. Era el único que la mamá de Jacinto había aprendido, una tarde en que papaba moscas debajo de un banco de plaza, donde una señora se lo leía a su hija.
Es verdad, que a Jacinto le aburría hacer competencias de saltos junto a los demás sapos del estanque. Y él se daba cuenta que su fino croar no retumbaba en la noche como el del resto. Pero Jacinto se tranquilizaba pensando que todas sus diferencias eran parte de ese “encantamiento”, del que su mamá siempre le había hablado.
La madre de Jacinto había visto que los juegos de su hijo no se parecían a los de los otros sapitos. A decir verdad, Jacinto disfrutaba mucho más jugando como lo hacían sus amigas, las ranitas. Entonces, su mamá decidió ayudarlo: una vez, le armó una fiesta de cumpleaños fantástica. Alquiló el mejor charco de barro del parque e invitó a todo el “saperío” de la zona. Pero mientras los sapos chapoteaban y se embadurnaban con la tierra mojada, Jacinto se divertía mirándolos limpito, desde la orilla, junto con sus amiguitas.
Preocupada, la mamá de Jacinto fue a pedirle consejos al doctor Escuerzo. El doctor le dio unas hojas de ortiga para que frotase sobre el cuerpo de su hijo:
-Va a tener que soportar el ardor de esta planta sobre su espalda –le recetaba el especialista-, hasta que poco a poco el pellejo de su hijo se haga más grueso y rugoso. Y al final verá que él ya no sentirá nada.
Jacinto lloraba cada vez que su madre lo sometía a la receta de ortiga.
-Hijo, tené paciencia- le respondía ella-, después de un tiempo vas a poder tener la piel fuerte y áspera como la de tu padre.
Y Jacinto quería mucho a su papá, aunque mil veces prefería la piel suave de su mamá. Por eso, todos los días después de soportar el ardor de la ortiga, Jacinto se iba debajo del jazmín, para que sus pétalos volviesen a suavizararlo.
Fue cuando la mamá de Jacinto vió que nada lograba cambiar a su hijo, que comenzó a contarle el cuento del Príncipe Encantado todas las noches:
- El príncipe sapo necesitaba encontrar una futura reina para casarse con ella y gobernar juntos el castillo de musgo de su padre. Pero un enemigo del rey había embrujado a su hijo, el príncipe. Y desde ese entonces, este conjuro le impedía ver la belleza de las ranas, por eso el príncipe no prestaba atención ni se interesaba por las princesas de los castillos vecinos. La única forma de romper el hechizo era si la rana más linda de los alrededores le daba un beso mientras él dormía.
Y vos Jacinto, tenés un príncipe dormido dentro tuyo–le aseguraba su mamá-. Cuando sientas el beso de una linda ranita, ese príncipe se va despertar y todos podremos verlo.
Jacinto deseaba que eso realmente sucediese para no tener que explicar nunca más por qué él prefería las limpias fuentes antes que las cañerías, o por qué se perdía de comer muchas moscas al distraerse mirando los hermosos colores de una mariposa.
Él mismo le pidió a todas sus ranas amigas que lo besasen para desencantarlo. Pero ninguno de esos besos lo transformó.
Triste por no poder conformar a su mamá, Jacinto decidió irse de su casa. Anduvo solitario muchos días. Y por las noches, cuando se iba a dormir, él solito se contaba el cuento del Príncipe Encantado. Porque Jacinto en verdad sentía que había algo escondido debajo de su piel, pero no sabía bien qué era.
Una tarde, cuando se refrescaba junto a un regador, y se le acercó un sapo muy viejito: -¿Qué haces aquí tan solo?- le preguntó el verde anciano.
Hacía tiempo que Jacinto no hablaba con nadie, y aprovechó para contarle la razón de su soledad:
-Me fui de casa para buscar alguien que pueda descubrir al príncipe que llevo bajo la piel. Pero creo que me equivoqué, no hay ningún encantamiento en mí.
-Eso no puede ser –le respondió el viejo sapo-. Todos nacemos encantados, cada uno con un encanto único. La magia está en reconocer cuál es nuestro encanto. Y como bien debes saber, la magia sólo funciona si creemos en ella. Para que tu encanto comience a croar, primero tienes que creer en él.
-¿Y los besos de alguien podrían ayudarme?
- Sí, pero vos tendrás que decidir si será de una rana o de un sapo el beso que pueda despertarte. No olvides esto: el mejor beso y el más poderoso para conocer tu encanto, será el beso que vos mismo te des.
Es verdad, que a Jacinto le aburría hacer competencias de saltos junto a los demás sapos del estanque. Y él se daba cuenta que su fino croar no retumbaba en la noche como el del resto. Pero Jacinto se tranquilizaba pensando que todas sus diferencias eran parte de ese “encantamiento”, del que su mamá siempre le había hablado.
La madre de Jacinto había visto que los juegos de su hijo no se parecían a los de los otros sapitos. A decir verdad, Jacinto disfrutaba mucho más jugando como lo hacían sus amigas, las ranitas. Entonces, su mamá decidió ayudarlo: una vez, le armó una fiesta de cumpleaños fantástica. Alquiló el mejor charco de barro del parque e invitó a todo el “saperío” de la zona. Pero mientras los sapos chapoteaban y se embadurnaban con la tierra mojada, Jacinto se divertía mirándolos limpito, desde la orilla, junto con sus amiguitas.
Preocupada, la mamá de Jacinto fue a pedirle consejos al doctor Escuerzo. El doctor le dio unas hojas de ortiga para que frotase sobre el cuerpo de su hijo:
-Va a tener que soportar el ardor de esta planta sobre su espalda –le recetaba el especialista-, hasta que poco a poco el pellejo de su hijo se haga más grueso y rugoso. Y al final verá que él ya no sentirá nada.
Jacinto lloraba cada vez que su madre lo sometía a la receta de ortiga.
-Hijo, tené paciencia- le respondía ella-, después de un tiempo vas a poder tener la piel fuerte y áspera como la de tu padre.
Y Jacinto quería mucho a su papá, aunque mil veces prefería la piel suave de su mamá. Por eso, todos los días después de soportar el ardor de la ortiga, Jacinto se iba debajo del jazmín, para que sus pétalos volviesen a suavizararlo.
Fue cuando la mamá de Jacinto vió que nada lograba cambiar a su hijo, que comenzó a contarle el cuento del Príncipe Encantado todas las noches:
- El príncipe sapo necesitaba encontrar una futura reina para casarse con ella y gobernar juntos el castillo de musgo de su padre. Pero un enemigo del rey había embrujado a su hijo, el príncipe. Y desde ese entonces, este conjuro le impedía ver la belleza de las ranas, por eso el príncipe no prestaba atención ni se interesaba por las princesas de los castillos vecinos. La única forma de romper el hechizo era si la rana más linda de los alrededores le daba un beso mientras él dormía.
Y vos Jacinto, tenés un príncipe dormido dentro tuyo–le aseguraba su mamá-. Cuando sientas el beso de una linda ranita, ese príncipe se va despertar y todos podremos verlo.
Jacinto deseaba que eso realmente sucediese para no tener que explicar nunca más por qué él prefería las limpias fuentes antes que las cañerías, o por qué se perdía de comer muchas moscas al distraerse mirando los hermosos colores de una mariposa.
Él mismo le pidió a todas sus ranas amigas que lo besasen para desencantarlo. Pero ninguno de esos besos lo transformó.
Triste por no poder conformar a su mamá, Jacinto decidió irse de su casa. Anduvo solitario muchos días. Y por las noches, cuando se iba a dormir, él solito se contaba el cuento del Príncipe Encantado. Porque Jacinto en verdad sentía que había algo escondido debajo de su piel, pero no sabía bien qué era.
Una tarde, cuando se refrescaba junto a un regador, y se le acercó un sapo muy viejito: -¿Qué haces aquí tan solo?- le preguntó el verde anciano.
Hacía tiempo que Jacinto no hablaba con nadie, y aprovechó para contarle la razón de su soledad:
-Me fui de casa para buscar alguien que pueda descubrir al príncipe que llevo bajo la piel. Pero creo que me equivoqué, no hay ningún encantamiento en mí.
-Eso no puede ser –le respondió el viejo sapo-. Todos nacemos encantados, cada uno con un encanto único. La magia está en reconocer cuál es nuestro encanto. Y como bien debes saber, la magia sólo funciona si creemos en ella. Para que tu encanto comience a croar, primero tienes que creer en él.
-¿Y los besos de alguien podrían ayudarme?
- Sí, pero vos tendrás que decidir si será de una rana o de un sapo el beso que pueda despertarte. No olvides esto: el mejor beso y el más poderoso para conocer tu encanto, será el beso que vos mismo te des.
Liza Porcelli Piussi
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